Hace aproximadamente 10 años
visité Palmira. Como otras muchas ciudades de la antigüedad, me atraía
especialmente. La ciudad había permanecido allí durante siglos, destruida por
el lógico paso del tiempo y los fenómenos naturales.
Hoy, después de conocer lo que
todos conocemos, me pregunto si todavía continúa allí, al menos como yo la
conocí.
Mis recuerdos ven una extensión
árida, sin vegetación. Una extensión cubierta de columnas, una avenida en cuyo
centro se encuentra un teatro, templos, tumbas, relieves. Al fondo de la gran
avenida se levanta un montículo, árido como todo lo que lo rodea. En lo alto
del montículo se alza un castillo. La vista desde allí es preciosa. En este
momento la tengo en mi mente. Toda la ciudad de Palmira, y más allá el oasis,
el palmeral de Palmira. El contraste del verde con el marrón.
Pero mis recuerdos no son sólo imágenes, también son sensaciones. Una de las mayores que recuerdo es
el silencio, la sensación de paz.
Paseé en solitario por las ruinas
a la hora del amanecer. Ví salir el sol, iluminar las columnas, sentií como el
calor iba ganando terreno al frio de la noche en el desierto. El silencio a
aquella hora creaba una sensación de paz increíble.
Recuerdo a un beduino
que se
acercó llevando de las riendas un camello. Me saludó y me regaló
dos dátiles. Los comí allí, sentada sobre aquellas piedras que habían
visto
tanto, bañada por el sol que pronto sería difícil de soportar. Me tapé
con el pañuelo palestino que llevaba. No lo hice porque estuviera allí,
lo hice para protegerme del frío que todavía se sentía.
Me apetecía poner por escrito
estos recuerdos. Saber que ahora la locura, la insensatez, la estupidez, el fanatismo,
la sinrazón, han ocupado esa zona, me ha hecho preguntarme si Palmira seguirá
ahí, si estará como yo la conocí; si algún día yo o cualquier otra persona
podrá volver a disfrutar de un amanecer de ensueño.
Sólo quería recordar Palmira, y
escribir siempre me ha ayudado a ver más claro todo lo que pasa por mi cabeza.