Ha sido un día soleado, luminoso y frío. Un viento fuerte y helado barría el lugar. El único sonido era el del viento, cuando nueve personas han entrado en el recinto. Entre ellas una anciana y un niño a los que separaban setenta años de edad.
Pasados unos minutos todos miraban hacia ningún lugar, escuchando atentamente lo que estaba ocurriendo a su lado. La anciana hablaba con un hombre que no estaba; le decía que todo lo que estaba delante había sido cosa de sus hijos, que ella no se había visto en nada. Lloraba mientras hablaba. El niño la rodeaba con sus pequeños brazos. Ella se apoyaba en él. Él la abrazaba y le decía: no llores abuela, yo estoy aquí. Mientras se lo decía, él también tenía los ojos tristes. Ellos estaban en su isla mientras los demás observaban, escuchaban y los dejaban apoyarse el uno en el otro. La anciana era la primera vez que estaba allí desde aquel día. El niño era la primera vez que estaba.
La anciana y el niño han vuelto a casa sin soltarse la mano. Los demás han vuelto en silencio. Y quién esto escribe ha vuelto queriendo creer que el hombre por el estábamos allí, estuviera dónde estuviera, ha sonreído.
Quería plasmar ese momento para recordarlo siempre, pero a veces las fotografías no reflejan tantas emociones.
He vuelto a casa pensando en la manera de hacerlo. Creo que ésta es la mejor forma. Sólo las palabras pueden transmitir todas las emociones, todos los sentimientos vividos esta tarde.