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Los primeros días sirvieron para confirmar
la situación desesperada en la que se encontraba la población. Desde que salía
el sol no dejaban de llegar personas en busca de comida, pero era muy poco lo
que podían ofrecerles. Desde el aeropuerto les distribuían la poca ayuda
humanitaria que estaba llegando, y que apenas servía para unas horas antes de
agotarlo todo.
A Andrés no dejaba de sorprenderle la
resignación con la que aquellas personas aceptaban su destino. Llegaban a las
puertas en busca de algo y tomaban lo que les podían ofrecer sin quejarse, sin
pedir más. Cuando la ayuda se acababa, nadie protestaba ni discutían entre
ellos. Volvían sobre sus pasos y regresaban a algún lugar, a la espera del día
siguiente.
Un día llegó una mujer con dos niños pequeños,
uno un bebé en brazos y el otro tan pequeño que apenas sabía caminar. Andrés le
dio lo último que tenía, un paquete de galletas y otro de leche en polvo.
Cuando estaba a punto de marcharse, uno de los muchos niños solitarios que
vagaban por la ciudad, llegó también en busca de comida, pero ya no tenían nada
para darle. El niño se giró para alejarse. Entonces la mujer lo llamó y le
entregó la mitad de la bolsa de galletas, dándole la otra mitad a su hijo
mayor. Andrés se dio cuenta de que ella no tendría nada para comer, que lo poco
que tenía lo había repartido entre sus hijos y aquel niño desconocido. Se quedó
tan impresionado que decidió darle parte de la comida que tenían para ellos. La
hizo esperar mientras recogía una generosa ración de arroz hervido y se la
entregaba. La mujer negó con la cabeza.
_ ¿Por qué no la quieres?, preguntó Andrés.
_ Es su comida, respondió la mujer.
_ Sí, ¿pero qué importa?
_ Usted es más necesario que yo, contestó
la mujer. No hay muchos médicos y la gente necesita ayuda. Usted puede
ayudarles, sin embargo yo no puedo ayudar a nadie.
_ Acaba de hacerlo, ha ayudado a ese niño.
_ Si no lo hubiera hecho yo lo hubiera
hecho otro, pero ninguno de nosotros podemos curar a tantos enfermos. Usted no
puede faltar.
Y
dando la vuelta se alejó con sus dos hijos.
_ Vuelva mañana, por favor, le gritó
Andrés.
_ Volveré si el destino quiere que todavía
pueda hacerlo.
¡El destino! Cada día hacía que algunos no
pudieran resistir más y murieran, pero los que continuaban con vida seguían
adelante con una fuerza que parecía imposible pudiera surgir de aquellos
cuerpos pequeños y delgados.
Porque la vida seguía adelante, y a pesar
de la adversidad se podían encontrar escenas que llegaban a conmover, y hasta
cierto punto permitían mantener un poco de esperanza en que todo aquello se
podría superar.
Después de unas horas agotadoras, Andrés se
sentó unos minutos en la puerta. Frente a él se encontraban tres niñas que
jugaban y reían. Eran las primeras risas que escuchaba desde su llegada.
Estaban jugando a la comba con una cuerda conseguida atando distintos trozos. Una
de las niñas se apoyaba en un palo, le faltaba una pierna. A pesar de todo, eso
no le impedía girar la cuerda para que otra de las niñas saltara. Cuando llegó
su turno, ella también saltó sobre su única pierna, riendo divertida.
Solamente podía hablar con Paul cuando
venía el militar que velaba por su integridad. Las comunicaciones no existían y
necesitaba el equipo que este traía para poder hablar con el exterior.
_ Esto es mucho peor de lo que puedas
imaginar, le dijo el primer día. No se va a solucionar con el envío de un
contingente, aunque todo es bienvenido. Lo que aquí se necesita es la ayuda
internacional a gran escala.
_ ¿Cómo está el tema en cuanto a
desplazamientos?, preguntó Paul.
_ Es imposible salir de la ciudad, el nuevo
gobierno lo ha prohibido. Dicen que será temporal, pero por el momento no es
posible. No sabemos qué ocurre fuera ni en qué condiciones está la gente.
_ Muchos están llegando a Tailandia y se
encuentran en campos de refugiados, pero el problema es para los que están
todavía dentro, le contestó Paul.
_ En Phnom Penh estamos desbordados. No es
mucha la ayuda humanitaria que llega y apenas da para nada. Si puedes conseguir
que al menos esa ayuda aumente, ya sería suficiente.
_ Haré todo lo que pueda. ¿Y tú cómo estás?
_ Estoy bien, echo de menos Vietnam pero
estoy bien, no te preocupes por mí. Me tienen vigilado, aunque saben que soy
necesario y no me molestan.
_ Cuídate, y vuelve a llamarme en cuanto
puedas.
_ Lo haré. ¿Tienes alguna noticia de Hanói?
_ Allí todo sigue bien, todos te envían
recuerdos, y esas dos mujeres que tanto te quieren también.
_ Gracias Paul, se despidió.
Saber
que Liah estaba bien lo reconfortaba. Cerró los ojos e imaginó su cara, era lo
único que le hacía sonreír en aquel infierno, ella y los niños.
Se acercaba a menudo al único orfanato que
existía en Phnom Penh. El estado de aquel lugar no era mucho mejor que el que
existía en el que él se encontraba. Algunos de los niños se encontraban en un
estado lamentable. Habían sufrido mucho y vivido demasiados horrores para los
pocos años que tenían, pero eran niños, y como todos los niños en cualquier
lugar del mundo, querían jugar. Les fabricaba trenes con trozos de madera o
cartones, y se los regalaba cada vez que iba a verlos. Siempre lo recibían con
gritos de alegría. Ver aquella chispa de ilusión en sus ojos tristes, le
animaba para seguir luchando en mitad de tanta desgracia.
La fuerza de aquellos pequeños era digna de
admiración.
Enfrentarse al destrozo causado por las
minas era una de las situaciones más duras del día a día, pero cuando las
víctimas eran los niños, su corazón se partía. El primer día que llegó un
pequeño con la pierna destrozada, se sintió paralizado; nunca había visto un
destrozo tan brutal. Fue el doctor Kivi quien lo sacó de su estado.
_ Sé que enfrentarse a esto es muy duro,
pero tenemos que intentar salvarlo; no siempre lo conseguimos, aunque puedo
asegurarte que cuando lo hacemos, el esfuerzo merece la pena.
Fue suficiente para que reaccionara y
corriera a preparar todo lo que necesitaba. Aquel niño no podía tener más de
ocho o nueve años, y no contaban con anestesia. Andrés temblaba solo con pensar
en lo que podía sufrir mientras le amputaba lo que quedaba de su pierna. A
pesar de todo, el niño estaba consciente, y Andrés le dijo:
_ Sé que eres un chico valiente y lo vas a
ser mucho más, ¿verdad?
El chico asintió y cerró los ojos. En ningún
momento cayó una lágrima de ellos, ni salió un grito de su boca. La apretó con
todas sus fuerzas hasta que perdió el conocimiento.
Superó la operación y siguió con vida,
aunque Andrés se preguntaba qué clase de vida tendría a partir de entonces. Sin
padres ni ningún familiar que se ocupara de él, y con una sola pierna. ¿Qué
había hecho de malo para merecer semejante castigo?
_ No ha hecho nada, le contestó la doctora
Vanna, ni él ni ninguno de los demás.
_ Por eso me lo pregunto, respondió Andrés.
Es tan injusto que el simple hecho de haber nacido en un determinado lugar te
condene a algo así.
_ Supongo que es el destino.
_ ¿Sabes?, le contestó Andrés, desde que
llegué a Oriente he escuchado muchas veces esa frase: es el destino.
_Todavía
me resulta difícil entender la forma como aceptáis ese destino del que habláis,
sobre todo cuando es tan malo como este.
_ ¿En Europa no aceptáis lo que el destino
os depara?
_ Lo hacemos porque no nos queda más
remedio, pero no lo hacemos de buen grado. Siempre intentamos encontrar un
culpable con el que ensañarnos, y a veces hacemos todo lo posible porque otro
sufra tanto o más que nosotros, como si eso nos liberara de la carga que nos ha
tocado.
_ ¿Y os libera?
_ Supongo que no, lo único que conseguimos
es causar más dolor y quedarnos con el que teníamos.
_ Pues entonces no lo hagáis.
_ Es fácil decirlo, en Europa tenemos mucho
que aprender.