Ahora que vivimos tiempos donde
día sí y día también tenemos que tragar con tanto corrupto, sinvergüenza,
ladrón, etc, etc. Dónde tenemos que comernos la rabia viendo que algunos de los
que en otro tiempo nos pretendían dar lecciones de buena ciudadanía, honradez,
comportamiento ético y moral impecable; estaban al mismo tiempo haciéndose la
cama donde se revolcarían en su indecencia, ambición ilimitada y podredumbre.
Ahora precisamente me apetecía contar una historia. La historia de un hombre
bueno.
Este hombre vivió tiempos
difíciles como muchos de su generación. Nunca tuvo mucho aunque nunca pasó
hambre. Trabajó y luchó, luchó, y luchó. Era un hombre muy inteligente, le
encantaban las matemáticas, pero nunca pudo estudiar más allá de unos años en
la escuela de un pueblecito donde a duras penas un maestro enseñaba a leer y
escribir, sumar y restar, y poco más. Si la vida le hubiera brindado la
oportunidad de estudiar, hubiera elegido un futuro vinculado a las ciencias,
sin ninguna duda
Este hombre vivía en un pequeño
pueblecito donde alguien tenía que ocuparse de la oficina bancaria, pero no de
una oficina como las que ahora conocemos, sino un servicio llevado a cabo en
las horas nocturnas, sacrificando tiempo con su familia cuando después de
trabajar todo el día doblado bajo el viento, el sol, el agua o la nieve, volvía
a su casa y se encerraba en una habitación haciendo números manualmente, y
atendiendo a otros que como él sólo disponían de esas horas nocturnas para
atender sus asuntos. Cuando necesitaba fondos, tenía que solicitarlos
telefónicamente a la central para que unos días más tarde alguien con una
furgoneta no muy diferente a la que se podía utilizar para vender fruta puerta
a puerta (eran otros tiempos), se los trajera.
Eran otros tiempos, tiempos de
televisión en blanco y negro, de muda limpia los domingos, de misa por aquello
del que dirán, qué como ya se sabe en el pueblo se pasa lista. Eran otros
tiempos, aunque igual que ahora, había gente honrada y sinvergüenzas, que de
algún sitio han tenido que mamar los actuales.
Un día el hombre buscó a sus tres
hijos y les hizo entrar en la habitación donde trabajaba. Sentó a su hijo
pequeño en sus rodillas y miró a sus dos hijas, también pequeñas aunque menos,
sentadas frente a él. Abrió un cajón y sacó un montón de billetes que puso
encima de la mesa. Sus hijas lo miraron asombradas, nunca antes habían visto
tanto dinero junto, ni él tampoco. Su hijo pequeño, quizá por su edad, quizá
por su inocencia, o quizá por ambas cosas, exclamó: aaaaala somos ricos.
Entonces el hombre les habló a
los tres: Esto que veis es un millón de pesetas (el euro ni estaba ni se le esperaba).
Me lo han traído hoy aunque yo no lo he pedido, yo pedí 10.000 pesetas. Si me
lo quedo no se van a enterar porque ya sabéis que siempre tenemos que firmar lo
que nos entregan, y hoy hemos firmado que nos entregaban 10.000 pesetas, pero
lo que había dentro era un millón. Mañana voy a llamar para devolverlo, así que
ya veis que no somos ricos, aunque podríamos serlo si nos lo quedáramos. Lo que
quiero deciros es que nunca en vuestra vida os quedéis lo que no es vuestro, ni
siquiera aunque sea muy fácil y nadie se entere. Nunca lo hagáis. Quiero que
siempre seáis personas honradas, y por eso os he enseñado el dinero, para que
sepáis lo fácil que es quedárselo. Lo voy a devolver y quería que vosotros
aprendierais esto.
Esta historia probablemente no
interese a casi nadie, es sólo la historia de un hombre bueno. Un hombre
llamado Miguel.
El hombre que hizo de mí lo que soy, y que me enseñó a ser honrada por encima de todo. Gracias papá. Aquel día, sentada delante de ti junto a mi hermana, mirando sorprendida tanto dinero, me diste una de las muchas grandes lecciones que a lo largo de tu vida me has dado.