Hace ocho
años realicé un viaje a Siria. Las cosas estaban complicadas, más o menos como
siempre han estado en la zona. Fui buscando experiencias, vivencias que me
enriquecieran como persona, pequeños momentos que pasan a formar parte de tu
forma de ser, de ver el mundo, y de entender a los demás, que te hacen crecer
como persona. Y los encontré. Siempre los he encontrado. Cuando se viaja, es
fundamental hacerlo con la mente abierta, predispuesta a empaparse, a aprender
más que a enseñar, a recibir más que a dar. Y se aprende, se aprende muchísimo.
Hoy me entristece
mucho ver las imágenes de Alepo, una ciudad destruida, personas con sus vidas
destruidas, edificios destruidos. Alepo siempre la recordaré como una ciudad
increíble, una ciudad donde en muchos de sus rincones se podía retroceder en el
tiempo mil años, y sentirse en mitad de un mundo fantástico, un mundo que allí
permanecía vivo porque era muy fácil imaginarlo. La ciudad antigua de Alepo era
una auténtica joya que en muy pocos lugares se pueden encontrar. Sus callejones
estrechos, sus calles enlosadas, sus edificios milenarios, y sus gentes. Los
cafés donde me senté en una mesa redonda, en aquellas callecitas recónditas,
fumando una shisa mientras tomaba un café cargado y observaba un mundo que
había imaginado y soñado en tantos libros y en tantas historias.
Siempre
quedará en mi recuerdo aquella ciudad, y su gente. Quiero pensar que si alguna
vez puedo volver, todo seguirá igual, pero sé que no es así. La destrucción es
ahora la reina. Me da mucha pena, muchísima. Solo han pasado ocho años, y
probablemente no queda nada de todo aquello que durante más de mil años
permaneció para deleite de los que pudieran llegar hasta allí.
¿Por qué
nunca aprendemos?
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