viernes, 24 de enero de 2014

La dignidad de los comerratas



A Jyoti la llaman comerratas. Sostiene a su hermana en brazos y camina sin resbalar por el fanguizal que es hoy su aldea después de la lluvia. Dice que tiene 19 años y parece que son 13: figura menuda, ojos de niña que ya no juega, un adorno en la nariz.

A Jyoti la llaman comerratas, como a toda su familia. Viven en la aldea de Kapil Dhara, a unos kilómetros al norte de la ciudad sagrada de Varanasi (Benarés), en el corazón del valle del Ganges, una explanada eterna que es el paraíso de los dioses hindúes y budistas y una ciénaga para sus mortales. En los 10 kilómetros que separan el río santo de la aldea de Jyoti se extiende la vida en forma de pasta densa y concentrada, como si no hubiera sido terminada de untar. Una pobreza urbana monocorde y contundente camufla entre borrones de suciedad escenas que ya por separado serían insoportables. El barro colecciona rostros, el agua encharcada hace tiempo que dejó de buscar una alcantarilla, los edificios son tela raída.

En el epicentro mundial de la superpoblación las leyes de la física mutan; las motos y los coches están libres de las reglas de la inercia, sus conductores no sienten miedo; los que pasean no pasean, atraviesan corrientes de tráfico y esquivan hombros; la gravedad no afecta a las estanterías de las tiendas, que acumulan telas, zapatos y semillas que a pesar del bullicio están ahí para no ser vendidas nunca; las ruedas de las bicicletas y los rickshaws no se pinchan a pesar de que el asfalto de las calles está enterrado en polvo y basura, agujeros y piedras; los hombres resisten recostados sobre cualquier esquina el murmullo infartado de las bocinas, que no se avisan sino que conversan.
El punto de apoyo para que Varanasi no pierda por completo su contacto con las normas físicas de este mundo parece estar sobre el lomo de las vacas: deambulan nunca muy lejos de sus invisibles dueños con la parsimonia de la que respira aire tranquilo en una dehesa, con la tranquilidad de lo sagrado, con la pesadez del centro de una órbita.
A Jyoti la llaman comerratas, como a toda su familia, como a muchas de las personas de su aldea. Mira con ojos avergonzados y escépticos. Le preguntamos qué quiere ser de mayor en un impulso egoísta para recibir una caricia de su inocencia todavía infantil, para que contradiga con algo de esperanza lo que dicen sus ropas, su pelo, sus pies, sus manos, su debilidad física. "Maestra", responde sin entusiasmo, consciente de la ficción. "Ya eres maestra de tu hermana, ¿verdad?", decimos ya rozando el patetismo. "Sí".

A Jyoti la llaman comerratas, como a toda su familia, como a muchas de las personas de su aldea, como a cientos de miles de personas más en varios Estados del norte de la India, porque así es como llaman a toda su tribu: son los musahar, un grupo de la casta de "los intocables", el nivel más excluido del sistema de segregación social que sigue imperando en la India, a pesar de los esfuerzos públicos por corregirlo a través de cuotas y discriminación positiva en algunas instituciones.
La propia filosofía divina que hay tras el sistema de castas frena esa emancipación: la creencia hindú dice que quien ha nacido siendo un dalit, un marginado, es como pago por lo hecho en una vida anterior; por tanto, lo que hay que hacer para ser algo más privilegiado es portarse bien en esta vida.
En las camas de Kapil Dhara no hay colchones. Un somier de madera atravesado por cuerdas gruesas preside los cuartuchos de casas de barro; de pared a pared, algunas veces de ladrillo como símbolo de prosperidad, un cordel sostiene el peso de las colchas y de la ropa familiar que escurren la humedad.  
En la calle empedrada un cerdo engorda en un barrizal oscuro a la puerta de una casa que venderá su carne. En la esquina de más acá luce una pequeña tienda que presume con tiras de paquetitos de dulces prefabricados colgando del quicio y bolsas de galletas clavadas en la pared; en el escalón, la madre prepara bandejas de cereales, la abuela pela verdura y los niños juegan con dos piedras redondeadas hasta que hacen de canicas. El padre de la familia, que va y viene con la moto cada tanto a por la mercancía, observa desde el claroscuro.
Una de las cosas que ve, a su derecha, es a dos chicas en los límites del cultivo fregando los platos con barro, a falta de estropajo y jabón. A su izquierda, una señora hace una de las especialidades de los musahar, unas coronas de hojas secas cosidas para emplatar comida en bodas y fiestas.
El viaje hacia la dignidad en la ciénaga santa de Varanasi necesita de mitos nuevos; necesita de leyendas que cambien la condena divina por autoestima, la reencarnación por la urgencia, la sumisión por la lucha.

Hay días en los que termino ya demasiado harta de sinvergüenzas, y hoy, después de ver al último de ellos, con un ojo tapado (no sé si por filibustero, o porque alguien con buen criterio le ha estampado el puño en él, por no decir que le ha dado una buena hostia), me resulta más gratificante leer artículos como el anterior, un magnífico reportaje de Juan Luis Sánchez.

Y me resulta gratificante porque Jyoti y los demás son personas luchadoras, personas dignas de admiración. Ellos sí saben lo que es el sacrificio, la lucha diaria para sobrevivir. Ellos están aquí igual que todos nosotros, no lo pidieron, pero están. No eligieron el lugar, pero el destino los puso allí, como podía habernos puesto a nosotros.

Yo no conozco a Jyoti, pero sí he conocido a otros en situaciones similares. Y todos, creo que en alguna ocasión ya lo he dicho, me han enseñado mucho. Mucho más de lo que se pueda imaginar. Me han enseñado a vivir y a amar la vida.

Ellos no tienen áticos de lujo, ni cuentas en Suiza. No se hacen fotos junto a sus presas de caza mayor. No esquían en Canadá, ni cobran comisiones millonarias. Ellos solamente intentan vivir donde el destino les ha colocado. No tienen nada, o tienen muy poco.

Pero os aseguro, y puedo dar fe de ello, que si tenéis la suerte, la inmensa suerte de entrar en su humilde vivienda, os ofrecerán lo poco que tienen.

Me siento afortunada de haber podido conocer a gente así. Mucho más afortunada de lo que se puedan sentir Correas, Blesas, Gonzales, Bárcenas y demás camarillas, de sus poderosas amistades oportunistas.

Aprendamos de gente como Jyoti, aprendamos a vivir y a amar la vida, porque quizá en unos años, en este país haya muchos Jyoti.

Quizá lo seamos cualquiera de nosotros.



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